Lecturas a la hora del té

Lecturas a la hora del té
(Pintura de Vicente Romero)

sábado, 24 de agosto de 2013

Estocolmo


He llegado a la casa y me ha resultado excesivo el recibimiento de mi madre y de la abuela. Me han recordado a antiguas plañideras de las que siempre he pensado que sus fingidos lamentos habían de volverse risas ofensivas en los oídos de quien parte al otro mundo. La lágrima sincera de alguien que me quiera me conmoverá mucho más que todos sus estruendosos llantos. No entienden que no me apetezca probar bocado o que ni siquiera me llame la atención lo que antes me gustaba. Cuando se han dado cuenta de mi barriga de mujer preñada, se ha detenido el aire en la cocina, se ha hecho un silencio muy largo y sólo se han oído los ventiladores en el techo y el moquillo de la abuela. Yo, por mi parte, he aprovechado para irme a mi habitación de entonces y he cerrado la puerta tras de mí para gritar sin palabras que necesito estar sola.
El dormitorio conserva el aroma mezcla de pared húmeda y ropa limpia que ya tenía olvidado. Los objetos han quedado inalterables e infantiles, como si una noche de mi niñez me hubiera dormido y, al amanecer, hubiera despertado adulta y con un regalo de Navidad en mi vientre. Tampoco recordaba la habitación tan luminosa y bajo la persiana porque mi maltrecha vista se ha acostumbrado a la oscuridad del encierro y se agazapa incómoda detrás de mi dolorido iris.
¡Son tan grandes los espacios! ¡Me sentía tan a gusto en mis siete metros cuadrados! Allí fui la dueña del aire y de las sombras, aunque no de mi persona. No sé si lograré adaptarme a todo este cambio que me sobrepasa arrollándome como un ferrocarril de mercancías sin freno.
Desmadejo mi cuerpo sobre la cama e irremediablemente me asalta un llanto que no cesa, que no ha cesado, desde que lo he sabido muerto. Echo de menos el sonido de sus pasos fuera del zulo, cuando yo espiaba su vida en la casa con mi oído pegado al culo de un vaso sobre la pared. Algunos años después, llegaría a confesarme que él realizaba el mismo gesto hacia mí y reímos a carcajadas cuando alguno de los dos apuntó que pudiera haberse dado el caso de estar ambos en tal situación al unísono, espiándonos mutuamente con las orejas aplastadas sobre el cristal sin escuchar absolutamente nada. El zulo era totalmente hermético, tuve tiempo de sobra para comprobarlo, pero por no sé qué recóndito poro de la pared se colaba cada día el aroma del menú del día cuando él trajinaba ufano con los pucheros en la cocina. Y, antes de traerme la bandeja, jugábamos a que yo adivinara con qué guiso sabroso iba a sorprenderme ese día y casi siempre adivinaba.

Me invade la nostalgia del aroma de su cuerpo, mezcla de jabón y de tabaco, cuando se inclinaba ante mí con la palangana y el resto de útiles para mi aseo en un gesto único de idolatría hacia mi persona; o cuando sus labios trémulos me anunciaban la llegada de su beso de deseo. Echo de menos su cobarde violento que fue el solitario atisbo de sentimiento que me mantuvo durante años en pie. Sus manos grandes, maestras, dibujaban sus caprichos sobre mi piel estudiante que jadeaba entre el miedo y las ganas de habitar por un solo momento su corazón de piedra como antídoto de la sarna de su obsesión. Mi corazón fue el único que le contuvo y ahora su esencia ha quedado secuestrada en mi vientre.

2 comentarios:

  1. Bueno, el relato como siempre explícito y sin dejar impávido a quien en él se adentra. Me llama poderosamente la atención la palabra zulo!... Que uno, de alguna manera, a las de la "...bolsa sin dueño...". ¿De dónde sale esta terminología Carmen?

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Estimado amigo Carlos, si te soy sincera no sé de dónde proceden mis palabras. Ya quisiera yo saberlo. Pues se me está ocurriendo ahora mismo hacer un poema sobre ello. GRACIAS.

      Abrazo.

      Eliminar

Gracias por tu visita y por tu comentario.