Lecturas a la hora del té

Lecturas a la hora del té
(Pintura de Vicente Romero)

sábado, 31 de agosto de 2013

CADA DÍA VUELVE A AMANECER

(Fotografía de Lito Hernández)

Cada día vuelve a amanecer.
Aunque el eje del mundo desorientara su giro
por pura vejez,
volvería a amanecer
para regalar al recién nacido
el tibio contacto con la piel.

Cada día vuelve a amanecer.
Aunque las lágrimas derramadas mancharan
los zapatos del ayer,
volvería a amanecer
para desempolvarlos más cómodos
ante la larga espera en el andén.

Cada día vuelve a amanecer.
Aunque crea que soy la que trazo
el camino a recorrer,
volvería a amanecer
para darme cuenta de que es el camino
el que dicta los pasos de mis pies.

Cada día vuelve a amanecer.
Aunque los ríos condujeran
sus aguas del revés,
volvería a amanecer
para escalar la montaña
que de otro modo no se ve.

Cada día vuelve a amanecer.
Aunque el sol apagara
su flama de poder,
volvería a amanecer
cuando se abrieran tus ojos
al atardecer.

jueves, 29 de agosto de 2013

El disfraz


He abierto los ojos y me he descubierto sobre el lecho que hace tiempo decidí dejar de compartir, pero está visto que si me llega el olor de ese cuerpo exhausto y culpable que duerme, es que la masa de mis decisiones tiene poco peso específico. Al principio de los tiempos le dejaba un beso sobre la frente y me costaba separarme de él cada mañana. Sin embargo, ahora me deslizo entre las sábanas con movimientos estudiados, analizando qué músculo dolorido moveré a continuación para que el monstruo no se despierte.
Los chorros de agua que escapan a presión por entre los orificios de la alcachofa de la ducha son tiroteo de alfileres sobre las zonas sombreadas de mi piel y me permito el lujo de llorar en húmeda soledad para que mis penas escapen con la espuma a través del desagüe. Y me he colado yo con ellas. Buceo con el disfraz de los recuerdos de mi niñez y salgo en busca de mi libertad aunque me quede sin aliento.

miércoles, 28 de agosto de 2013

El faro

 He sido el faro que permanecía muy cercano a la orilla, oteando el horizonte engañoso. He anhelado la libertad que el mar parecía rugir sin darme cuenta de que no era más que mi impío carcelero. Iluminé a los navegantes que me enviaban desconsoladas llamadas de socorro para, finalmente, quedar atrapada por los cantos de sirena. Hoy la luz del faro se apaga lentamente, iluminando sólo mi interior.

martes, 27 de agosto de 2013

Lucinda



Lucinda no era la más hermosa del baile pero hasta el aire dormido de la vega se estremecía al rumbo de sus caderas. Su falda y sus enaguas se habían acostumbrado a la danza desde antes de dejarles en precipicio las costuras y, en ocasiones, se las podía ver llevar el ritmo colgadas del perchero porque Lucinda había sido parida con la obsesión de bailar. Ya de niña despuntaba maneras. Y despuntar maneras entre las jóvenes de Villa Clara, en Cuba, ya era mucho despuntar. Los pocos zapatos que tuvo, casi siempre regalados, no resistían el embate y se acostumbró a bailar con sus pies descalzos. Los hombres babeaban por ella, hasta algunos caían en redondo mareados de seguirle los mil pasos mal contados y de olvidar llevar la respiración con el embrujo de los contoneos de Lucinda. Venían desde los rincones más lejanos de la Isla, incluso hubo quien señaló que algunos americanos se atrevían a cruzar el triple vallado de Guantánamo, desafiando al mismo Fidel si tuviera que darse el caso, con tal de verle los muslos firmes de mulata cachorrona y sus anchas caderas de herencia africana que no encontraban razón de existir si no bailaban todo el día y a todas horas. Lo hacían cuando colaba el café por las mañanas, con el compás de la lluvia repiqueteando sobre las palmas de la choza; o agachada lavando, interpretando la música que llevaba el río; hasta pelando la fruta bomba y cocinando la yuca canturreaba canciones que aprendió de pequeña para no parar de bailar; incluso dormida, se la veía en movimiento al ritmo del compás de sus sueños.
Llegada la noche la mayoría de los jóvenes de Villa Clara pretendían su amor y hasta algunos casados que corrían las calles más de la cuenta acababan donde sentían estremecerse el suelo con el ritmo de Lucinda. Pero ella desde muy niña lo tuvo bien claro: sus ojos inquietos sólo se fijarían en hombres que tocaran instrumentos y le ahorraran el desgaste de canturrear mientras bailaba.
Una noche llegaron al pueblo tres americanos de la base militar entre los que destacaba el mediano de estatura por su porte erguido y sus distinguidos andares que le daban aire aristocrático. Los americanos se acercaron a la plaza entusiasmados con la música de la banda y la fama del ron. De inmediato, los seis ojos recalaron en la muchacha que bailaba sin perder el son y que tenía unas bembas tan gruesas que bien podrían ser tres de cualquiera de las jóvenes que esperaban en sus territorios de habla inglesa. El mediano se adelantó. Tomó la guitarra de uno de los músicos de la banda y comenzó a brotar de sus dedos una melodía suave y amorosa que hipnotizó a Lucinda como sonido de flauta a la cobra. La joven paró de bailar sentándose en el suelo, delante de la guitarra, escuchando embelesada música de otro mundo, cantada en una lengua que no entendía, que a buen seguro no conocían los músicos de la banda. Eran canciones que le entraron por los oídos y por la piel y se le instalaron en el corazón. Así pasó toda la noche y cuando el dueño del local apresuró para recoger porque tenía que abrir su puesto en el mercado, ya la muchacha había quedado atrapada sin remedio dentro de la caja de la voz del americano.
Lucinda desapareció. Nadie sabía qué había sido de ella. El aire se quedó estancado en la vega. El agua del río enmudeció y la música... La música falleció. En vano trataban cada noche los músicos de la Isla entonar las melodías aprendidas ya que las notas musicales habían intercambiado sus lugares en las partituras; a las guitarras se les enquistaron las cuerdas; a las trompetas se les agotó el aire y a los bongós se les arrugaron los cueros. La música había huido de la vega el día que la joven desapareció.
Lucinda adivinó su destino cuando el americano de distinguidos andares la encerró en una de las mazmorras, le ató sus piernas con grilletes y, lo que era peor, dejó de cantarle. La quería para siempre suya, sin posibilidad de estar a la vista de los ojos de los demás.
Pasado el tiempo, la joven se fue consumiendo y envejecieron su pelo y su piel como por arte de magia negra, no tanto por inanición sino por no poder bailar. Con los ojos descarnados y la piel pegada al tablón de su catre, su cuerpo dejó de ser apetecible para el americano.
Una noche sin luna en que la muerte comenzaba a ganarle la batalla a sus esfuerzos por sobrevivir, el americano la sacó de la celda y lanzó su cuerpo al mar. Increíblemente, Lucinda escapó de la muerte gracias al baile de las olas, que la auparon en volandas, lamieron sus heridas y le insuflaron el aire de la vida. El mar bailó con ella hasta la playa donde posó su pie sobre la arena y emergió envuelta en una nube líquida de sal que le sanaba de la maldición de la época pasada. La resaca de pasión entre la arena y el oleaje lamía sus huellas aún antes de haberlas grabado y la brisa marina intrusa y revoltosa bailaba enredando sus largos cabellos bajo el ritmo de la música del viento. Lucinda contoneó sus caderas y comenzó de nuevo a bailar.

domingo, 25 de agosto de 2013

Hombre murciélago



El hombre no podía dormir y salía como un fantasma a mirarse pedazos del alma en el espejo, negro y brillante como petróleo. Se acercaba al cristal con los ojos abiertos como un búho y no se observaba, sólo se imaginaba. Tampoco le manaban palabras de la boca sino simples sonidos chirriantes que catalogaba de murciélagos. Recordó por un instante su último momento como un fogonazo atronador dentro del metro, cuando algún alguien colocó a sus pies una bolsa sin dueño que paseaba a la muerte.

sábado, 24 de agosto de 2013

TE OIGO (Poema dedicado a mi padre)

(Mi padre y yo)


Oigo cómo me llamas.
Visito la habitación erosionada
mil veces por tu mirada
y sobre cuyas paredes destacan
los cuadros de tus nostalgias.
Me recibe el maldito okupa del silencio.
Te oigo de nuevo pero no te alcanzo.
Qué extraña se ha vuelto la existencia:
Tú me sonríes en el pasado
y yo sé que vivo porque me llamas.

El desierto

(Pintura de Albert Lynch)


El desierto es ese océano de nada donde todo es posible, incluso encontrarse a sí mismo.

Estocolmo


He llegado a la casa y me ha resultado excesivo el recibimiento de mi madre y de la abuela. Me han recordado a antiguas plañideras de las que siempre he pensado que sus fingidos lamentos habían de volverse risas ofensivas en los oídos de quien parte al otro mundo. La lágrima sincera de alguien que me quiera me conmoverá mucho más que todos sus estruendosos llantos. No entienden que no me apetezca probar bocado o que ni siquiera me llame la atención lo que antes me gustaba. Cuando se han dado cuenta de mi barriga de mujer preñada, se ha detenido el aire en la cocina, se ha hecho un silencio muy largo y sólo se han oído los ventiladores en el techo y el moquillo de la abuela. Yo, por mi parte, he aprovechado para irme a mi habitación de entonces y he cerrado la puerta tras de mí para gritar sin palabras que necesito estar sola.
El dormitorio conserva el aroma mezcla de pared húmeda y ropa limpia que ya tenía olvidado. Los objetos han quedado inalterables e infantiles, como si una noche de mi niñez me hubiera dormido y, al amanecer, hubiera despertado adulta y con un regalo de Navidad en mi vientre. Tampoco recordaba la habitación tan luminosa y bajo la persiana porque mi maltrecha vista se ha acostumbrado a la oscuridad del encierro y se agazapa incómoda detrás de mi dolorido iris.
¡Son tan grandes los espacios! ¡Me sentía tan a gusto en mis siete metros cuadrados! Allí fui la dueña del aire y de las sombras, aunque no de mi persona. No sé si lograré adaptarme a todo este cambio que me sobrepasa arrollándome como un ferrocarril de mercancías sin freno.
Desmadejo mi cuerpo sobre la cama e irremediablemente me asalta un llanto que no cesa, que no ha cesado, desde que lo he sabido muerto. Echo de menos el sonido de sus pasos fuera del zulo, cuando yo espiaba su vida en la casa con mi oído pegado al culo de un vaso sobre la pared. Algunos años después, llegaría a confesarme que él realizaba el mismo gesto hacia mí y reímos a carcajadas cuando alguno de los dos apuntó que pudiera haberse dado el caso de estar ambos en tal situación al unísono, espiándonos mutuamente con las orejas aplastadas sobre el cristal sin escuchar absolutamente nada. El zulo era totalmente hermético, tuve tiempo de sobra para comprobarlo, pero por no sé qué recóndito poro de la pared se colaba cada día el aroma del menú del día cuando él trajinaba ufano con los pucheros en la cocina. Y, antes de traerme la bandeja, jugábamos a que yo adivinara con qué guiso sabroso iba a sorprenderme ese día y casi siempre adivinaba.

Me invade la nostalgia del aroma de su cuerpo, mezcla de jabón y de tabaco, cuando se inclinaba ante mí con la palangana y el resto de útiles para mi aseo en un gesto único de idolatría hacia mi persona; o cuando sus labios trémulos me anunciaban la llegada de su beso de deseo. Echo de menos su cobarde violento que fue el solitario atisbo de sentimiento que me mantuvo durante años en pie. Sus manos grandes, maestras, dibujaban sus caprichos sobre mi piel estudiante que jadeaba entre el miedo y las ganas de habitar por un solo momento su corazón de piedra como antídoto de la sarna de su obsesión. Mi corazón fue el único que le contuvo y ahora su esencia ha quedado secuestrada en mi vientre.

El camino de los poetas


En el camino de los poetas, no hay poetas. Existe un suelo blanco para escribir poemas, árboles ramificados para colgarlos y paseantes que los leen bajo la luz de las estrellas. En el camino de los poetas, no hay poetas: hay poemas.

Los sueños

Té de las cinco (Retrato de la Señora Rigss Elwood). Christian von Schneidau (s. XX. Suecia)



-  Señor acusado, ¿Es usted consciente de los cargos que se le imputan, de que es usted reincidente soñador?
-  Sí, Señoría, soy consciente.
- ¿Puede usted explicar a este Tribunal qué causas le incitan a soñar una vez tras otra?
- Soy humano, Señoría. Mi raza se extinguió porque fue arrollada por el desencanto y la falta de sueños. La supervivencia se basa en seguir soñando aunque no se cumplan nuestros sueños.

- Se le declara culpable por no tener propósito de enmienda. Será condenado a cumplir su sueño: Se llamará Adán y será el primer hombre que volverá a poblar la Tierra.