(Pintura de Ivan Alifan)
Sin
que te dieras cuenta se ha personado la noche y te encuentras
sentada, olvidando los pasos que te llevaran hasta allí, en un laxo
sillón del tanatorio municipal, rodeada del incómodo bullicio de
familiares y amigos, observando, a través del cristal que la
resguarda, el cetrino rostro de tu hija que reposa en el interior de
un ataúd forrado con blanco terciopelo y, aunque tu voz no alcanzará
los oídos sordos de ella y sepas que tus palabras no son aunque te
gustaría fueran, susurras, con la misma poca intensidad que la
recién encendida bombilla de bajo consumo de la lámpara de bronce
que reposa sobre la mesilla deteriorada de mármol, que tus continuos
cuidados fueron insuficientes ante el infame empeño del obsesivo
maltratador quien acabara con su recién iniciada nueva vida al
mínimo descuido, en el nimio momento de la primera salida de ella
desde casa a la tahona, tras el claustro monacal de los meses de
embarazo sumado a los días en el hospital debido al parto,
intentando ahogar su tedio que se sumaba a las ansias de normalizar
su vida, de erróneamente confiar en que él habría cejado en su
insistente idea de llevarla por la fuerza, resultando, muy por el
contrario, que su existencia ya no se halla ni contigo ni con él y
te preguntas cómo puedes sobreponerte a su muerte, cómo la vida,
injusta, te atrapa llevándosela a ella y queda expectante a que
realices tu siguiente movimiento; y cómo y de dónde sacarás
fuerzas para realizarlo si te cuelga el alma helada sobre una
finísima cuerda que amenaza con romperse por el peso del plomo que
arrastras habitada hasta la médula de la herencia de todas las
mujeres que te antecedieron sumado al cansancio de tus propios
hombros y, para más inri, al filón de galena emperchado sobre tu
hija que te ha tocado costalear con ella, para que cuando ambas
comenzabais a vivir con esa naturalidad y paz interior por una
especie de milagro que se hizo patente con la llegada de su bebé, la
cuerda de ella fuera segada por las manos del violento cuya sangre en
sus venas fluyó como vinagre, presa de los malignos virus que lo
hicieron estremecer con las fiebres del delirio, la violencia, el
control y los celos; y todo lo que ahora deseas es que sus huesos
destilen putrefacción entre los muros olvidados de su claustrofóbica
celda y que tu nieto y él se conviertan en perfectos extranjeros
recíprocos, tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de
milenios y que el asesino herede involuntariamente la soledad, el
sufrimiento y el desconocimiento para aquél a quien engendró.
(Pintura de Ivan Alifan)
Es terrible este relato y a la vez tan real. Me duele el peso de tantas madres que han vivido, viven o vivirán esta pesadilla. No podemos acabar con ellos ¿Cómo? ¿Cuándo? La falta de respuesta me hiela la sangre y cada día la noticia de casos de asesinatos machistas ni siquiera nos sorprenden. Bueno...a veces hacemos un minuto de silencio.
ResponderEliminarAbrazos.
Tienes toda la razón por eso mismo no podemos dejar de luchar. Un abrazo grande, Antonia.
EliminarHola Aldonza: Esta es una cruel realidad, la cual esta bastante generalizada, mucho dolor por una muerte injusta!!!. No más palabras!! Un abrazo amiga!!!
ResponderEliminarLa realidad supera a las palabras escritas. Un abrazo inmenso, Mercedes.
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