Lucinda no era la más hermosa del baile pero hasta el
aire dormido de la vega se estremecía al rumbo de sus caderas. Su
falda y sus enaguas se habían acostumbrado a la danza desde antes de
dejarles en precipicio las costuras y, en ocasiones, se las podía
ver llevar el ritmo colgadas del perchero porque Lucinda había sido
parida con la obsesión de bailar. Ya de niña despuntaba maneras. Y
despuntar maneras entre las jóvenes de Villa Clara, en Cuba, ya era
mucho despuntar. Los pocos zapatos que tuvo, casi siempre regalados,
no resistían el embate y se acostumbró a bailar con sus pies
descalzos. Los hombres babeaban por ella, hasta algunos caían en
redondo mareados de seguirle los mil pasos mal contados y de olvidar
llevar la respiración con el embrujo de los contoneos de Lucinda.
Venían desde los rincones más lejanos de la Isla, incluso hubo
quien señaló que algunos americanos se atrevían a cruzar el triple
vallado de Guantánamo, desafiando al mismo Fidel si tuviera que
darse el caso, con tal de verle los muslos firmes de mulata
cachorrona y sus anchas caderas de herencia africana que no
encontraban razón de existir si no bailaban todo el día y a todas
horas. Lo hacían cuando colaba el café por las mañanas, con el
compás de la lluvia repiqueteando sobre las palmas de la choza; o
agachada lavando, interpretando la música que llevaba el río; hasta
pelando la fruta bomba y cocinando la yuca canturreaba canciones que
aprendió de pequeña para no parar de bailar; incluso dormida, se la
veía en movimiento al ritmo del compás de sus sueños.
Llegada la noche la mayoría de los jóvenes de Villa
Clara pretendían su amor y hasta algunos casados que corrían las
calles más de la cuenta acababan donde sentían estremecerse el
suelo con el ritmo de Lucinda. Pero ella desde muy niña lo tuvo bien
claro: sus ojos inquietos sólo se fijarían en hombres que tocaran
instrumentos y le ahorraran el desgaste de canturrear mientras
bailaba.
Una noche llegaron al pueblo tres americanos de la base
militar entre los que destacaba el mediano de estatura por su porte
erguido y sus distinguidos andares que le daban aire aristocrático.
Los americanos se acercaron a la plaza entusiasmados con la música
de la banda y la fama del ron. De inmediato, los seis ojos recalaron
en la muchacha que bailaba sin perder el son y que tenía unas bembas
tan gruesas que bien podrían ser tres de cualquiera de las jóvenes
que esperaban en sus territorios de habla inglesa. El mediano se
adelantó. Tomó la guitarra de uno de los músicos de la banda y
comenzó a brotar de sus dedos una melodía suave y amorosa que
hipnotizó a Lucinda como sonido de flauta a la cobra. La joven paró
de bailar sentándose en el suelo, delante de la guitarra, escuchando
embelesada música de otro mundo, cantada en una lengua que no
entendía, que a buen seguro no conocían los músicos de la banda.
Eran canciones que le entraron por los oídos y por la piel y se le
instalaron en el corazón. Así pasó toda la noche y cuando el dueño
del local apresuró para recoger porque tenía que abrir su puesto en
el mercado, ya la muchacha había quedado atrapada sin remedio dentro
de la caja de la voz del americano.
Lucinda desapareció. Nadie sabía qué había sido de
ella. El aire se quedó estancado en la vega. El agua del río
enmudeció y la música... La música falleció. En vano trataban
cada noche los músicos de la Isla entonar las melodías aprendidas
ya que las notas musicales habían intercambiado sus lugares en las
partituras; a las guitarras se les enquistaron las cuerdas; a las
trompetas se les agotó el aire y a los bongós se les arrugaron los
cueros. La música había huido de la vega el día que la joven
desapareció.
Lucinda adivinó su destino cuando el americano de
distinguidos andares la encerró en una de las mazmorras, le ató sus
piernas con grilletes y, lo que era peor, dejó de cantarle. La
quería para siempre suya, sin posibilidad de estar a la vista de los
ojos de los demás.
Pasado el tiempo, la joven se fue consumiendo y
envejecieron su pelo y su piel como por arte de magia negra, no tanto
por inanición sino por no poder bailar. Con los ojos descarnados y
la piel pegada al tablón de su catre, su cuerpo dejó de ser
apetecible para el americano.
Una noche sin luna en que la muerte comenzaba a ganarle
la batalla a sus esfuerzos por sobrevivir, el americano la sacó de
la celda y lanzó su cuerpo al mar. Increíblemente, Lucinda escapó
de la muerte gracias al baile de las olas, que la auparon en
volandas, lamieron sus heridas y le insuflaron el aire de la vida. El mar bailó con ella hasta la playa donde posó su pie
sobre la arena y emergió
envuelta en una nube líquida de sal que le sanaba de la maldición
de la época pasada. La resaca de pasión entre la arena y el oleaje
lamía sus huellas aún antes de haberlas grabado y la brisa marina
intrusa y revoltosa bailaba enredando sus largos cabellos bajo el
ritmo de la música del viento. Lucinda contoneó sus caderas y
comenzó de nuevo a bailar.
Gracias querida Aldonza por venir a mi taza de té, de eso se trata de enriquecernos, de compartir, de conocernos un poco.
ResponderEliminarYa vendré con tiempo a leer, hoy no me siento muy bien. Veo que ya tienes seguidores. Me alegra mucho amiga.
Un beso
Querida amiga Luján, no podré dejar de visitarte porque has inaugurado este modesto blog, has sido mi hada madrina. Espero que te recuperes muy pronto porque seguiré necesitando tu apoyo.
ResponderEliminarGracias y un beso.
Estos escritos han sido un hallazgo para mi. No se me olvidará volver a ellos.
ResponderEliminarMe alegra que te gusten, Julio. Mis escritos son para lanzarlos al mundo. Gracias por leer y comentar.
EliminarAldonza
Ahora entiendo lo de "madrina Luján" leído hace poco en un comentario tuyo.
ResponderEliminarRealmente escribir es lo tuyo... ¡Ese veneno!
Un abrazo.
Gracias, Carlos. Me alegra muchísimo que opines que escribir es lo mío. Comentarios como éste me animan a seguir no sólo escribiendo sino a enseñárselos al mundo.
EliminarUn abrazo.