He llegado a la casa y me ha resultado excesivo el
recibimiento de mi madre y de la abuela. Me han recordado a antiguas
plañideras de las que siempre he pensado que sus
fingidos lamentos habían de volverse risas ofensivas en los oídos
de quien parte al otro mundo. La lágrima sincera de alguien que me
quiera me conmoverá mucho más que todos sus estruendosos llantos.
No entienden que no me apetezca probar bocado o que ni siquiera me
llame la atención lo que antes me gustaba. Cuando se han dado cuenta
de mi barriga de mujer preñada, se ha detenido el aire en la cocina,
se ha hecho un silencio muy largo y sólo se han oído los
ventiladores en el techo y el moquillo de la abuela. Yo, por mi
parte, he aprovechado para irme a mi habitación de entonces y he
cerrado la puerta tras de mí para gritar sin palabras que necesito
estar sola.
El dormitorio conserva el aroma mezcla de pared húmeda
y ropa limpia que ya tenía olvidado. Los objetos han quedado
inalterables e infantiles, como si una noche de mi niñez me hubiera
dormido y, al amanecer, hubiera despertado adulta y con un regalo de
Navidad en mi vientre. Tampoco recordaba la habitación tan luminosa
y bajo la persiana porque mi maltrecha vista se ha acostumbrado a la
oscuridad del encierro y se agazapa incómoda detrás de mi dolorido
iris.
¡Son tan grandes los espacios! ¡Me sentía tan a gusto
en mis siete metros cuadrados! Allí fui la dueña del aire y de las
sombras, aunque no de mi persona. No sé si lograré adaptarme a todo
este cambio que me sobrepasa arrollándome como un ferrocarril de
mercancías sin freno.
Desmadejo mi cuerpo sobre la cama e irremediablemente me
asalta un llanto que no cesa, que no ha cesado, desde que lo he
sabido muerto. Echo de menos el sonido de sus pasos fuera del zulo,
cuando yo espiaba su vida en la casa con mi oído pegado al culo de
un vaso sobre la pared. Algunos años después, llegaría a
confesarme que él realizaba el mismo gesto hacia mí y reímos a
carcajadas cuando alguno de los dos apuntó que pudiera haberse dado
el caso de estar ambos en tal situación al unísono, espiándonos
mutuamente con las orejas aplastadas sobre el cristal sin escuchar
absolutamente nada. El zulo era totalmente hermético, tuve tiempo de
sobra para comprobarlo, pero por no sé qué recóndito poro de la
pared se colaba cada día el aroma del menú del día cuando él
trajinaba ufano con los pucheros en la cocina. Y, antes de traerme la
bandeja, jugábamos a que yo adivinara con qué guiso sabroso iba a
sorprenderme ese día y casi siempre adivinaba.
Me invade la nostalgia del aroma de su cuerpo, mezcla de
jabón y de tabaco, cuando se inclinaba ante mí con la palangana y
el resto de útiles para mi aseo en un gesto único de idolatría
hacia mi persona; o cuando sus labios trémulos me anunciaban la
llegada de su beso de deseo. Echo de menos su cobarde violento que
fue el solitario atisbo de sentimiento que me mantuvo durante años
en pie. Sus manos grandes, maestras, dibujaban sus caprichos sobre mi
piel estudiante que jadeaba entre el miedo y las ganas de habitar por
un solo momento su corazón de piedra como antídoto de la sarna de
su obsesión. Mi corazón fue el único que le contuvo y ahora su
esencia ha quedado secuestrada en mi vientre.
Bueno, el relato como siempre explícito y sin dejar impávido a quien en él se adentra. Me llama poderosamente la atención la palabra zulo!... Que uno, de alguna manera, a las de la "...bolsa sin dueño...". ¿De dónde sale esta terminología Carmen?
ResponderEliminarEstimado amigo Carlos, si te soy sincera no sé de dónde proceden mis palabras. Ya quisiera yo saberlo. Pues se me está ocurriendo ahora mismo hacer un poema sobre ello. GRACIAS.
EliminarAbrazo.