(Pirograbado de guanches moliendo gofio)
Sin padres ni hermanos
pero con ingenio despierto, lancéme al camino al encuentro del tal
Alonso cuyo nombre había llegado en más de una ocasión hasta mis
orejas por los chismes sobre sus abusos y tropelías. Los guanches de
“las paces” teníamos garantizada la libertad. Pero el
conquistador de Tenerife no era hombre que se parase en barras. Para
él las garantías legales quebraban cuando la lejanía de la Corte y
la vigilancia del gobierno podía ser hábilmente sorteada. Ni tan
siquiera se detuvo el furor de Alonso de Lugo ante las estirpes
regias. La majestad caída, como mi padre, no le indujo respeto ni
conmiseración. Pero yo, sin más atributos que mi tamarco y dos
odres colgados a mi cintura, con leche y ahorén para las fatigas del
camino, salí a la captura del inmisericorde. Lleguéme, pues, a su
campamento esperando cayera la noche para adentrarme en él sin ser
vista, y en llegando a la parte del huerto, adonde caminaba agachada,
observé que a lo lejos, dentro de las tiendas, se escuchaban unos
paliques cuyas fablas por aquellos entonces yo no reconocía pero en
las que, sin embargo, ahora escribo. Acerquéme al bullicio del
exterior de una de las tiendas donde las damiselas y los frailes
corrían entrando y saliendo y dando a entender que algo malo
acontecía. Asomé la cabeza por entre los telones de la entrada y
observé un catre alto cubierto de colcha bordada de mucho precio
dentro de la cual yacía una dama apoyada en almohadones cuya cetrina
en la tez barruntaba el color de la muerte. Con trapos adobados en
tufillo de agua de azahar y ungüentos de olor que espantaría hasta
a las más reticentes moscas, las damas magreaban su cuerpo. Tres
monjes rezaban a los pies de su catre y otros tantos se afanaban
haciéndole tomar tazones con infusiones medicinales a base de
distintos tipos de hierbas y alquimia a la que eran aficionados.
Acercóse hasta mí una criada cuyas facciones me eran conocidas de
alguna tribu vecinal y me apremió para que abandonara la tienda o,
por ende, ayudara porque Doña Francisca andaba en los caminos del
morir y no era momento para curiosos ni intrusos. Antes de que se me
escapara, preguntéle por el paradero de Don Alonso que era el motivo
que había hecho llegar mis pasos hasta allí. La susodicha mal me
miró, se enjugó el sudor de la frente con la manga de la remendada
saya y mostrándome una mata de una cierta planta que acababa de
sagar me dijo: “¡Verbena!: tisana para llagas, heridas y contra
envenenamientos causados por conquistadores de mala estirpe”. Mi
corazón pegó un vuelco y galopó en tropel como las huestes del Rey
por los prados de Castilla. La moribunda yacía víctima de las
mismas viles y despiadadas manos que acabaran con la vida de mi
padre. Cavilé y recelé de todo cuanto los guañames le ofrecían.
Hice una seña a la criada, que se ofrecióme a ayudar ya que tenía
en buen aprecio a Doña Francisca y conocía de las mis sanaciones
con los de nuestra especie. Pedíle calentara en las ascuas un tazón
de leche de la que yo portaba que era de la mejor beletén ya que era
de cabra recién parida. Acerquéme al catre y despojéla de cuanto
trapo, sanguijuela y emplaste la cubría y roguéle a los monjes que
rezaran sus cánticos unidos para hacer más fuerza ante Acorán y
dejaran en mis manos la vida terrenal de la enferma, que mi fama era
conocida como sanadora de mi pueblo. Mostré mi entusiasmo cuando
descubrí a los religiosos entender mis paliques, tan cultos e
ilustrados descubrí que eran, aunque persignáronse ante mis
palabras sin yo entonces poseer entendimiento de tal acto ni del
motivo que los impulsaba; no díle mayor importancia y de inmediato
dediquéme a lo mío. En el tazón humeante de leche caliente desleí
los polvos de ahorén y ofrecílos a la enferma. Apenas transcurridos
dos achises, la susodicha colgó su cabeza por una de las esquinas
del catre y comenzó a vomitar una arrojadura tan viscosa y
amarillenta que bien pareciera estuviera la enferma poseída por el
mismísimo demonio si no fuera porque por aquellos días aún no
habíanmelo presentado.
Es el fragmento de un relato de algún libro en especial?. Es tuyo?.
ResponderEliminarUn besito
Bienvenida de nuevo, Luján. Es un fragmento de uno de los relatos que se recogen en mi libro Hari Maguada. Todo lo que publico en el blog son escritos míos. En el caso de pertenecer a otros autores, publico con sus nombres. Muchísimas gracias por venir. Un beso grande.
EliminarBueno, aclarado el texto Carmen. De que escribes no hay duda. Me ha gustado reencontrarme con ese lenguaje antiguo de cuando mis estudios.
ResponderEliminarUn abrazo.
Muchas gracias por visitarme y comentar, Carlos. Me alegra que te haya gustado y te recordara tiempos de atrás. Éste es un relato muy especial para mí. Por un lado, por la historia que narra, historia de mis Islas. Por otro, lo trabajaron en un instituto de mi ciudad los alumnos de varios cursos y me invitaron para exponerme sus trabajos y su interés en el tema. Fue una mañana apasionante. Además, la novela que escribo también cuenta la historia de un guanche y está escrita en lenguaje antiguo.
EliminarOtro abrazo de vuelta.