(Pintura de Vladimir Dikarev)
Más intenso que el aroma de los platos del día en los
fogones de la cocina era el olor emanado por los gases del petróleo
que taladraba el estómago. No por más repetida que fuera la faena,
terminaban los hombres por acostumbrarse. A la altura de las
coordenadas terrestres donde se cruza la imaginaria del Ecuador, el
húmedo clima convertía el olor en hedor. Se atrofiaban las
actividades mentales, siendo imposible intentar depositar los
recuerdos en tierra firme porque las náuseas impedían el traspaso.
Con un infinito monocromático azul en trescientos sesenta grados, el
verde era el color del recuerdo y del objetivo, de lo dejado atrás y
del porvenir; era el color que no era pero se sabía sería. Era el
pañol de la lírica en el estanque más oculto en la memoria de los
marinos que contrarrestaba con el pañol azul dramático que a
capricho se depositaba en la memoria de cada cual. Terminada la faena
del día, llegaba lo peor dentro de la soledad del camarote: la
nostalgia. Las palabras no expresadas, los sentimientos envasados y
los silencios exagerados terminaban por calar en los hombres de la
mar y surgir espontáneamente más tarde, a destiempo, en tierra
firme por inercia. Esta minusvalía atrapaba a los marineros en una
dualidad contradictoria en la que quedaban condenados a perpetuidad a
que cuando querían no podían, y cuando podían... no podían. Por
eso se decía, se comentaba, que la razón por la cual la mar era tan
profunda y poseía tanta fuerza era porque se había alimentado de
los sueños de los marineros durante toda la historia de la
humanidad; y es que no existía alimento que diera mayor vigor que el
de los sueños.
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