(Pintura de Burton Silverman)
Un kiosko visto
desde el cielo, no es nada;
a menos, que yo
pueda visitarlo,
con mis pies
perpetuos en la cama
y mi boca dibujando
lo que observo.
Desde mi ventana, la
calle
parece ser la misma.
Permanecen colgadas
las mismas ropas
sobre la cuerda sin
cansancio,
henchidas
con ese olor
a
frituras vecinas que acompañan
los
átomos del aire.
Los naranjos de la
plaza
otorgan la
indiscutible certeza
de ser parte del
pasado.
Y el kiosko atesora
los misterios
de imaginario
caballo de Troya.
Un tirachinas o un
aro de metal,
los cromos del álbum
que nadie terminó.
Un trozo de pan y
dos onzas de chocolate medían
el juego del
escondite en tiempo de humo,
agazapados sobre la
copa del naranjo más alto.
Apenas una leve
brisa y formé parte
del lecho
inalterable de hojarasca...
Ahora
dentro de mí
late
una vida subterránea e inútil
excepto
cuando miro el kiosko
y
lo convierto
en
palacio de mil y una noches,
en
fragata de corsarios,
en
volcán en erupción
o
en simple isla que me protege
del
viento que desbroza las ramas del naranjo.
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