LOS
CARROÑEROS
Papá murió en una cama propiedad de un Hospital privado la
madrugada de un caluroso mes de Agosto. Su piel sonrosada y su pelo
rojizo nunca supieron soportar el calor ni los estragos del sol. Era
de esperar que su muerte sucediera en verano. Su cuerpo se lo llevó
la enfermedad del cangrejo pero su verdadera esencia sólo yo la
guardo como la mejor de cualquier herencia.
Una enfermera rechoncha y con rostro más amable del acostumbrado
avisó al médico de guardia para que confirmara lo que ya era
evidente. Y, mientras yo besaba a mi padre, sentí una muerte dulce,
suave: Su piel caliente por los residuos de la fiebre me hacían
imaginar que lo besaba mientras él dormía la noche. El clima estaba
bochornoso pero, en ese momento, una ráfaga juguetona me envolvió a gran velocidad agitando mi cabello y escapando por la ventana.
—¿Su padre tiene seguro de
decesos? Si usted quiere
yo les llamo porque a estas horas no funciona la Centralita.— Se
ofreció la enfermera, pareciendo haber engordado más en esos
minutos.
—Sí, el OCASO. Muchas gracias
porque el número no lo tengo aquí y me hace usted un favor.
Escasos minutos habían pasado y
apareció un hombre que se identificó como trabajador del Seguro y
me exigió el Certificado de Defunción rubricado por el médico de
guardia. A cambio, me entregó una tarjeta de presentación con su
nombre y número de móvil.
Una sucesión de acontecimientos
me llevaron a sospechar que algo oscuro estaba ocurriendo. Primero,
observé que este hombre les pedía a unas enfermeras que, por favor,
le dejaran una cuchilla de afeitar y jabón para asear a mi padre,
cosa que me extrañó que no lo aportara él mismo. Después,
observé que algunos auxiliares varones del Hospital le ayudaron a
subir el cuerpo de mi padre a una furgoneta blanca, sin ningún tipo
de membrete. Yo corrí hacia mi coche para no perderle en el camino
pero llegamos hasta el tanatorio sin complicaciones. Incluso me
reproché a mí misma haber pensado como lo había hecho.
Dos burras, un cajón con mi
padre dentro y cuatro velas tamaño natillas era todo lo que podía
apreciarse. Y muchas preguntas: ¿De qué material quería la lápida?
¿Las letras, pegadas o repujadas? ¿Texto que constara en la lápida?
¿Color de las letras? ¿Texto en las recordatorios? ¿Tres coronas
de flores, a nombre de quién? ¿Qué dos periódicos escogía para
editar las esquelas?...
Cuando parecía que había
llegado la calma, porque este hombre se marchó y comenzaban a llegar
los familiares y allegados, llegó el ciclón. El sol se colaba por
la puerta y dejó ver que la tapa del cajón no cerraba porque estaba
defectuosa. Entre la enfermedad de había padecido mi padre y el
calor que comenzaba a tan temprana hora, allí no se podría estar
hasta que le enterraran al día siguiente. Llamé varias veces al
móvil de la tarjeta que me había ofrecido aquel hombre pero no
contestaba. Entonces, un familiar me ofreció el número de la
Aseguradora. Ellos me dijeron que no tenían noticias sobre la muerte de
mi padre, a ellos nadie les avisó, y que no podían actuar hasta que
yo les consiguiera el Certificado Médico de Defunción de mi padre.
Volví a llamar por teléfono al móvil de los carroñeros. Tampoco
contestaron y dejé un mensaje en el que los amenazaba con acudir al
Juzgado de Guardia. Entonces me fijé que en letras pequeñas
aparecía el nombre de la funeraria Teide y la dirección. Mientras
mi madre lloraba la pérdida de mi padre y lo que estaba sucediendo,
yo volaba con mi coche hasta la funeraria. ¿Una funeraria cerrada?
¿Quién ha visto algo semejante? No paro de tocar el timbre pero
nadie contesta ni abre. Finalmente, recibo una llamada en la que un
familiar me dice que el dueño de la funeraria ha estado en el
tanatorio y le ha estregado el Certificado a mi madre antes de que yo
acudiera al Juzgado.
La Aseguradora se hizo cargo de
todo: quitaron las velas irrisorias; añadieron una cruz del tamaño de
una persona a la cabeza del cajón y a mi padre le pusieron una tapa
hermética y frigorífica que estoy segura que le gustaría. Pero
después volvieron las mismas preguntas: ¿De qué material quería
la lápida? ¿Las letras pegadas o repujadas? ¿Texto que constara en
la lápida? ¿Color de las letras? ¿Texto en las recordatorios?
¿Tres coronas de flores, a nombre de quién? ¿Qué dos periódicos
escogía para editar las esquelas?...
Sólo cuando se fueron, fui capaz
de llorar.
¡Madre mía!, ¿esto puede ser verdad? Tuviste que sentirte muy desamparada en el peor de los momentos, Carmen Marina. Lo siento mucho. Semejante gentuza encontrará su merecido tarde o temprano.
ResponderEliminarUn abrazo.