(Pintura de Albert Anker)
Sentado en un banco del patio común del manicomio
situado a las afueras de Utopía capital, el anciano se entretenía
dando de comer a las palomas con los sobrantes del pan de su
desayuno. Su iris sólo recuperaba un brillo antiguo cuando realizaba
su tarea diaria de alimentar a las aves dos veces al día, como un
deber impuesto a través del cual recuperara ilusión y cordura.
Hacía mucho tiempo que no le habían escuchado
articular palabra ni responder tan siquiera gestualmente a los
requisitos del psiquiatra. Con el tiempo había adquirido un autismo
tan profundo que cuando tres años atrás se produjo un incendio en
el hospital que devastara más de la mitad del edificio, él no tuvo
el menor atisbo de moverse para poner a salvo su vida. Aguardó
sentado en el filo de su cama, como el que esperaba ilusionado la
llegada de las visitas los domingos por la mañana, hasta que un par
de bomberos lo rescataron por la ventana.
La enfermera le anunció la visita de un caballero pero
él no escuchó o, si lo hizo, no dio señales de haberlo hecho.
Continuó haciendo el gesto de alimentar a las palomas aunque hacía
rato que se había acabado el pan y que las aves habían volado hacia
los pies de otra anciana, quien cada mañana les ofrecía granos de
maíz y se consolaba hablándoles para aliviar la soledad. El anciano
había clavado su vista en un punto fijo del suelo, allí donde había
un socavón y se acumulaba el agua de la lluvia fina nocturna, donde
imaginaba un pozo profundo que conectaba con el otro lado del mundo y
que podría ser su salida. El extraño se acomodó en el banco junto
a él y esbozó una sonrisa fingida para ganarse su confianza, no
siendo consciente de la inutilidad del gesto. Había sido instruido
para llegar hasta allí y cumplir con la misión. Eso era todo. Tras
algunos minutos de silencio se presentó y extendió su mano con
intención de estrechar la del anciano, quien ignoró el ademán y
permaneció estático como la estatua del santo que había sido
plantado en el mismo medio del patio y que daba nombre al Centro. El
visitante se dio cuenta por primera vez que iba a ser tarea difícil
hacerle entender a aquel Lázaro de vida dormida dentro de un cuerpo
casi muerto, el motivo que había llevado sus pasos por encargo hasta
allí.
Don Luis, como ve, sé como se llama rió
de su chiste sin gracia con carcajada forzada para intentar llamar la
atención del hombre vegetal. Me
gustaría ser su amigo porque usted y yo vamos a tener que pasar
inevitablemente muchos días juntos.
Aguardó varios minutos y no obtuvo respuesta. Cavilaba
cómo propiciar un acercamiento y se reprochaba no haber recopilado
información sobre los gustos del anciano que le facilitaran la
tarea. Concluyó que había algo que solía dar resultado. Lentamente
extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de cigarrillos rubios,
extrajo uno y lo encendió ladeando la boca con un rictus de
parálisis facial.
¿Fuma usted, don Luis? interrogó
al tiempo que exhalaba y el humo ocultaba totalmente el rostro del
anciano.
En el Centro está totalmente prohibido fumar,
caballero. Si quiere ganarse a don Luis, ofrézcale caramelos. Si son
de café, mucho mejor le gritó
una enfermera desde varios metros de distancia, mientras empujaba la
silla de ruedas de una anciana en su paseo matutino por el patio.
El visitante recordó que en el bolsillo de su pantalón
siempre llevaba algún caramelo para mitigar la falta de nicotina en
los espacios en los que se prohibía fumar o, más frecuentemente,
para calmar la ansiedad que le había invadido desde que comenzara
con su nuevo “trabajo”. Peló el caramelo, lo colocó sobre la
palma de su mano y esperó a que el anciano se hiciera con él por
iniciativa propia, sin palabras que pudieran ser contraproducentes
por pura ignorancia y que hicieran refugiarse al anciano en cavernas
más profundas de su psiquis. Transcurrieron varios minutos hasta que
los dedos arrugados del hombre vegetal tomaron vida propia cortando
el aire muy lentamente y palpando la mano del extraño hasta hacerse
con su estímulo. Después, en un único movimiento rapidísimo, lo
introdujo en su boca.
El visitante sonrió, se acercó a su oído para
conferir a sus palabras un aire de solemnidad que calaran en el
anciano con la convicción de que eran tan verdaderas como si
hubiesen sido acuñadas en un pacto ante notario y susurró:
Me llamo Mihai Sarbu, soy hijo de Petru Sarbu. Mi
padre me ha pedido que le entregue esta carta. Dentro de dos días
volveré para llevarle de vuelta a su casa.
Entretenido, y entrañable relato, Carmen. La imagen a juego.
ResponderEliminarUn abrazo.