Lecturas a la hora del té

Lecturas a la hora del té
(Pintura de Vicente Romero)

miércoles, 8 de abril de 2015

JABLÓN (Fragmento)

(Pintura de Albert Anker)


Sentado en un banco del patio común del manicomio situado a las afueras de Utopía capital, el anciano se entretenía dando de comer a las palomas con los sobrantes del pan de su desayuno. Su iris sólo recuperaba un brillo antiguo cuando realizaba su tarea diaria de alimentar a las aves dos veces al día, como un deber impuesto a través del cual recuperara ilusión y cordura.
Hacía mucho tiempo que no le habían escuchado articular palabra ni responder tan siquiera gestualmente a los requisitos del psiquiatra. Con el tiempo había adquirido un autismo tan profundo que cuando tres años atrás se produjo un incendio en el hospital que devastara más de la mitad del edificio, él no tuvo el menor atisbo de moverse para poner a salvo su vida. Aguardó sentado en el filo de su cama, como el que esperaba ilusionado la llegada de las visitas los domingos por la mañana, hasta que un par de bomberos lo rescataron por la ventana.
La enfermera le anunció la visita de un caballero pero él no escuchó o, si lo hizo, no dio señales de haberlo hecho. Continuó haciendo el gesto de alimentar a las palomas aunque hacía rato que se había acabado el pan y que las aves habían volado hacia los pies de otra anciana, quien cada mañana les ofrecía granos de maíz y se consolaba hablándoles para aliviar la soledad. El anciano había clavado su vista en un punto fijo del suelo, allí donde había un socavón y se acumulaba el agua de la lluvia fina nocturna, donde imaginaba un pozo profundo que conectaba con el otro lado del mundo y que podría ser su salida. El extraño se acomodó en el banco junto a él y esbozó una sonrisa fingida para ganarse su confianza, no siendo consciente de la inutilidad del gesto. Había sido instruido para llegar hasta allí y cumplir con la misión. Eso era todo. Tras algunos minutos de silencio se presentó y extendió su mano con intención de estrechar la del anciano, quien ignoró el ademán y permaneció estático como la estatua del santo que había sido plantado en el mismo medio del patio y que daba nombre al Centro. El visitante se dio cuenta por primera vez que iba a ser tarea difícil hacerle entender a aquel Lázaro de vida dormida dentro de un cuerpo casi muerto, el motivo que había llevado sus pasos por encargo hasta allí.
Don Luis, como ve, sé como se llama rió de su chiste sin gracia con carcajada forzada para intentar llamar la atención del hombre vegetal. Me gustaría ser su amigo porque usted y yo vamos a tener que pasar inevitablemente muchos días juntos.
Aguardó varios minutos y no obtuvo respuesta. Cavilaba cómo propiciar un acercamiento y se reprochaba no haber recopilado información sobre los gustos del anciano que le facilitaran la tarea. Concluyó que había algo que solía dar resultado. Lentamente extrajo del bolsillo de su chaqueta un paquete de cigarrillos rubios, extrajo uno y lo encendió ladeando la boca con un rictus de parálisis facial.
¿Fuma usted, don Luis? interrogó al tiempo que exhalaba y el humo ocultaba totalmente el rostro del anciano.
En el Centro está totalmente prohibido fumar, caballero. Si quiere ganarse a don Luis, ofrézcale caramelos. Si son de café, mucho mejor le gritó una enfermera desde varios metros de distancia, mientras empujaba la silla de ruedas de una anciana en su paseo matutino por el patio.
El visitante recordó que en el bolsillo de su pantalón siempre llevaba algún caramelo para mitigar la falta de nicotina en los espacios en los que se prohibía fumar o, más frecuentemente, para calmar la ansiedad que le había invadido desde que comenzara con su nuevo “trabajo”. Peló el caramelo, lo colocó sobre la palma de su mano y esperó a que el anciano se hiciera con él por iniciativa propia, sin palabras que pudieran ser contraproducentes por pura ignorancia y que hicieran refugiarse al anciano en cavernas más profundas de su psiquis. Transcurrieron varios minutos hasta que los dedos arrugados del hombre vegetal tomaron vida propia cortando el aire muy lentamente y palpando la mano del extraño hasta hacerse con su estímulo. Después, en un único movimiento rapidísimo, lo introdujo en su boca.
El visitante sonrió, se acercó a su oído para conferir a sus palabras un aire de solemnidad que calaran en el anciano con la convicción de que eran tan verdaderas como si hubiesen sido acuñadas en un pacto ante notario y susurró:
Me llamo Mihai Sarbu, soy hijo de Petru Sarbu. Mi padre me ha pedido que le entregue esta carta. Dentro de dos días volveré para llevarle de vuelta a su casa.

1 comentario:

  1. Entretenido, y entrañable relato, Carmen. La imagen a juego.

    Un abrazo.

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